Mi Mejor Maestro

Esta historia no inicia con los hechos que se relatan, pero casi concluye con ellos. Mi vínculo con Juan, mi profesor de filosofía, continúa hasta el día de hoy, y los muchos bienes que recibí por su causa se pueden iluminar desde esta anécdota. 

Seguramente el homenajeado estará conforme si invoco a las musas antes de comenzar, para que iluminen los sucesos más allá de mis recuerdos.   

Aunque no fuera consciente de su heroísmo y ni él mismo lo recuerde con claridad, Juan me salvó la vida. Creo que el único que se dio cuenta del dramatismo de ese momento fui yo.   

Promediaba Agosto del año 1997 y estábamos en las Jornadas Mundiales de la Juventud en París. Habíamos ido a visitar la Basílica del Sacre Coeur y después del recorrido nos sentamos a descansar. Nos instalamos en lo alto de las escaleras que suben por la colina de Montmartre. La pendiente es muy alta y empinada, tanto que, para evitar subir los 197 escalones a pie, se ofrece un servicio de funicular a los turistas.   

Nosotros usábamos las escaleras a modo de gradas y nos apretábamos un poco para dejar pasar a la gente. 

Estando en esa situación, no recuerdo por qué razón, me levanté y me paré en el borde de piedra pulida que acompaña el descenso de los escalones hasta la base de la colina. Las alpargatas no me dieron el agarre necesario y antes de entrar en pánico ya me había desplomado de espaldas contra, lo que en ese instante percibí como, un tobogán duro e inexorable.   

Cualquiera que hubiera visto la impresionante vista de París desde esas alturas y luego se encontrara deslizándose con creciente aceleración hacia su destino, no podría, como yo en ese momento, adivinar si sería la última travesía o la primera escala hacia una larga temporada en centros de traumatología.  

De cualquier manera, mientras intentaba poner mis asuntos en orden a contrarreloj, la película de mi vida se vio interrumpida por un golpe prematuro. Sólo habían pasado unos cuantos fotogramas y unos pocos metros, cuando impacté contra una contención providencial... la espalda de Juan.   

Feliz de estar vivo y rojo de vergüenza por haberle tirado todos mis kilos a sus lumbares, le agradecí y le pedí disculpas entrelazando palabras confusas que no logro recordar. Él, como si no hubiera hecho nada extraordinario, respondió amablemente a mis balbuceos y volvió a su posición original.   

No sé que hacía Juan sentado en ese preciso lugar, seguramente estaba sumido en una contemplación metafísica o quizás, emulando la predicción de Tales, ya sabía que alguno de nosotros iba inevitablemente a patinar y esperó sosegadamente para contener la caída fatal.     

¿Qué habría pasado si Juan no hubiera estado en ese momento y en ese lugar?   

Nada bueno, seguro, pero estuvo. Por eso, ¡Muchas gracias Juan!

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